-¡Eh!, ¡eh!, ¡venga, levantando el campo!, no se puede estar ahí, ¡váyase a otro sitio!, o a un albergue municipal.
El hombre cogió con paciencia todas sus pertenencias, las fue metiendo en un carrito de la compra. Una raída manta; unos cuantos trapajos; una botella de plástico con un poco de agua; un paraguas inservible; una sucia gorra de la NBA. Unos grandes cartones que doblaba con alguna dificultad, intentaba sujetarlos debajo de su brazo, cartones aún calientes por estar durante un rato impidiendo que su cuerpo entrara en contacto con el frío suelo. Sin mirar al policía, se fue caminando por la acera resignado y dispuesto a buscar un lugar donde establecer su dormitorio. Los cajeros automáticos estaban ya todos cogidos a esa hora.
Una neblina acompañada de aguanieve se cernía sobre la ciudad humedeciendo el fino abrigo desgastado del hombre.
Intentó abrir el paraguas y al hacerlo, salieron las varillas cada una por su lado, lo dejó en una papelera y siguió su camino.
Nadie podía imaginar al ver al pobre indigente, que unos años antes recorría diariamente la Castellana con su deportivo de alta gama, camino de su vivienda de lujo en la calle Goya. La empresa que había fundado subía como la espuma, aprovechando el tirón de las nuevas tecnologías. No había un comercio o un negocio en Madrid que no llevara el verbo-visual de su empresa en algunos de sus artilugios modernos.
El problema de algunos es que no celebran sus éxitos como algo normal de un trabajo bien desarrollado, sino que se les sube a la cabeza el triunfo creyéndose tocados por los dioses y complican sus vidas, arrojándose a la cuneta del vicio y la depravación, y de ahí, a la destrucción total del individuo. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. Lo perdió todo, el negocio, la familia, la dignidad.
Sentado en el escalón de un portal, esperaba que desaparecieran los de seguridad del Corte Inglés, para preparar su «cama» en la entrada de vehículos que lo protegiera del relente de la noche.
Se miraba las manos sucias y los dedos encorvados, las uñas sin recortar. Se acordaba todavía del rostro de la señorita que le hacía cada dos semanas una perfecta manicura y él, alargando y mirándose las manos la felicitaba por el trabajo bien hecho.
¡Cómo echaba de menos a su hija pequeña! Sentía pena al pensar que se diluía su redonda carita en su memoria, y al no poder mirar la única fotografía que conservaba en la cartera de piel auténtica que le robaron una noche mientras dormía, con el poco dinero y algunos documentos de identificación, que inexorablemente rompió el cordón umbilical con su pasado.
A pesar del firme propósito de no evocar los tiempos felices, no podía remediar añorar cuando jugaba en el parque con sus hijos, los dos que tenía antes de que naciera la pequeña, los dos que lo buscaron desesperadamente por toda la geografía española; pero él disuadió a la policía de que lo dejaran tranquilo y llevar la vida errática que había elegido.
La melena gris que le cubría los hombros le caía mojada y pegada al rostro, dándole aspecto de un Cristo de la Buena Muerte, que a unos metros de allí, esperaba a los legionarios para que una vez más lo sacaran en volandas en una inútil y pueril exhibición de fuerza, para deleite de una multitud orillando las calles, rebosantes de un falso fervor y de una triste algarabía. Como a ese Cristo de cartón piedra, pensaba, que algún día lo portarían como otra Buena Muerte más; aunque él no tenía ganas de morir, prefería llevar su triste existencia como una especie de reconciliación con su pasado.
Los cartones se habían mojado con la llovizna y estaban inservibles. Sumido en una profunda tristeza, se abandonó, dejando que le empapara la lluvia helada.
Al amanecer lo encontraron tiritando de frío, con fiebre, se lo llevaron los camilleros a un hospital, y de allí, a la fría losa del tanatorio.
Sus trastos quedaron esparcidos por la acera bajo un –ya- intenso chaparrón.
Santi.
Un fuerte abrazo para Lucía y para ti de Mila y mío, Concha se nos fue, (a Madrid ¡eh!).
Esta vez has clavado la realidad, amigo Santi. Este relato es la vida misma. En las escaleras del metro de la Castellana de Madrid -leía hace no mucho tiempo- pordiosean algunos de los yuppies de antes de la crisis financiera…
Gracias por tan acertado retrato.
Un fuerte abrazo, vecino.
By: caberna on 20 octubre 2009
at 20:21
Hay mucha gente tirada por esas calles de las grandes ciudades, (demasiada gente), que se han dejado descolgar por la pendiente sin retorno, y que si nos contaran sus historias tendríamos una serie de relatos muy interesantes, lo que ocurre, es que esta gente pasa hasta de contar historias.
Un abrazo, vecino, y gracias por dejarme invadir tu terreno.
By: Santiago on 21 octubre 2009
at 20:33
Santiago ¡Muy bueno! Todo menos
lo de «Concha se nos fué» Otro dia
dices «Concha se fué a Madrid» y nos
evitas un susto.(je,je)
Un abrazo y enhorabuena otra vez.
By: José Antonio on 21 octubre 2009
at 10:05
¡Vaya bronca que me ha echado la Mila!, pués no veo la diferencia de «se nos», a «se fué», en fín que se ha ido a cantarles a sus amigas «DOMINIQUE, NIQUE, NIQUE» de Sor Sonrisa, que la ha estado ensayando todo el varano, ¡ah!, y en francés. Un abrazo.
By: Santiago on 21 octubre 2009
at 20:41
Muy bueno. Gracias, páisa. Yo también he caído con lo de Concha… ¡lo has hecho a posta, mamoncete!
By: Milano on 21 octubre 2009
at 18:22
De verdad que no, paisa, que yo aprecio mucho a mi suegra, es casi una santa. No soy como aquél que me contó que su suegra se pincchó cosiendo en un dedo, y para que no sufriera la tuvo que rematar.
By: Santiago on 21 octubre 2009
at 20:44
Que buen relato, Santi. Un poco triste, como es siempre entrar en decadencia, pero la realidad a veces es muy triste.
Un abrazo
By: Gebirg on 22 octubre 2009
at 22:42