Solo en una época autárquica se pudo hacer aquella herejía con el yacimiento de un teatro romano, y construir una especie de Escorial en pequeño, justamente encima de él, y tener la osadía de llamarlo «Casa de la Cultura», o Mufeo, como lo llamaban otros.
Aunque a mí me gustaba, me gustaba el frescor que se sentía en su interior, entre aquellas paredes de piedra, el silencio, el recogimiento, el olor a libros. Era un remanso de paz en el bullicio de la ciudad, y en los días que apretaba la canícula, un refugio para los que odiábamos la excesiva temperatura de las horas centrales de los días de verano. Sentirme rodeado de tantos volúmenes, que me hablaban de tantas cosas, del saber universal. Se me hacían cortas las horas allí dentro. Me gustaba salir de vez en cuando a la antesala a fumar un cigarrillo, despejarme y charlar con conocidos, mirar por las ventanas las viejas piedras milenarias rodeadas de acacias y sauces llorones. Me sentaba al fondo de un pasillo solitario, tras los cristales de la galería, me imaginaba las gradas del teatro llenas de gente vestidas con sus clámides, peplos, túnicas, esperando la representación de algún drama o alguna comedia de Terencio, Plauto, Eurípides, me preguntaba si hablarían entre ellos en latín. Veía a los actores salir por el foso con sus caretas para interpretar tragedias o comedias. Tanto dejé volar mi imaginación, que al volver a la sala de lectura me percaté de que se habían ido todos, y me encontraba encerrado en aquel frío caserón, recorrí todas las estancias hasta llegar a la entrada principal, que como me imaginaba estaba cerrada con llave. Así que, me dispuse a pasar la noche tranquilamente leyendo, hasta que por la mañana volvieran los funcionarios. Encendí la lamparita, me llevé un cigarrillo a los labios y acerqué la llama del encendedor, y una voluta de humo envolvió la ya difusa luz. Entreví a través de esa neblina una figura humana, me levanté asustado, no esperaba ver a nadie más allí. Me quedé petrificado, al ver a aquella sombra, el caballero de la triste figura me miraba altanero, detrás de Don Quijote asomaba asustadizo Sancho, mirándome con curiosidad.
-¿No seréis, por ventura un emisario del Bachiller Sansón Carrasco?- Me dijo Don Quijote. Y sacándose la espada, y poniéndomela en el pecho, me dijo: -Decidme en voz alta, si no es la más hermosa de las damas que jamás vieron en todo el mundo conocido, mi Señora Doña Dulcinea del Toboso. -Así es Señor, siempre lo había reconocido, -le dije.
Miré al fondo del salón, y vi que otros personajes habían adquirido forma, y dialogaban entre ellos.
Se me acercó un señor muy elegante, y en perfecto castellano me dijo que era Edmundo Dantés, Conde de Montecristo, y que desearía cambiar la triste historia de su venganza, que el tiempo cura todas las heridas, le contesté, que su historia se vivía en el momento presente de leerla, y que gracias a ella yo me había aficionado a la literatura. Lady Macbeth, me miraba desde las estanterías superiores como sonámbula, limpiándose las manos con un trapo, parecían manchadas de sangre.
Yo, los iba saludando a todos, unas veces con alguna frase, otras con una ligera inclinación de la cabeza. Al capitán Acab, Robinson Crusoe. Al Sr. K, le comenté que teníamos historias paralelas, él, recorriendo el Castillo, y yo, aquél salón de lecturas. Reconocí al punto al Príncipe de Dinamarca, al llevar una calavera en las manos y pensativo. A Segismundo, traté de consolarlo, haciéndole saber, que su padre Basilio, el Rey de Polonia, muy pronto le concedería la libertad, esa libertad de las aves y los peces, que él tanto ansiaba.
Comenté jocosamente con el coronel Aureliano Buendía, sobre la carta que envió a su casa cuando llevaba ocho meses fuera: «Cuiden mucho a papá porque se va a morir», entraron en el cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo.
Ya la claridad del amanecer inundaba toda la estancia, me fui despidiendo de todos, que se retiraban a sus anaqueles.
El salón quedó completamente en silencio, en el momento que los funcionarios hacían su entrada, que al verme exclamaron: ¿Será verdad que se ha quedado encerrado toda la noche?, -Sí, pero he pasado la noche mas hermosa de mi vida-, les contesté yo. En el año 1994 derribaron el edificio, y todavía están tratando de poner las piedras en su lugar correspondiente.
No creo que mis amigos se mudaran al nuevo lugar, en un barrio alejado. Cuando paso por allí, siento que están tomando el sol en las gradas del teatro romano.
¡Qué bonito, si hubiera sido verdad!
Santi.
Un abrazo Carlos, para ti y para Lucía de Mila y Santi.
¡¡¡Vaya nochecita, Santi!!! Menos mal que era fantasía, porque si llega a ser de verdad…
Gracias por la entrada. Deberías escribir más historias de estas…
Un abrazo.
By: caberna on 6 abril 2009
at 21:17
¡Que bonito cuento, Santi! Gracias, tío.
By: Milano on 7 abril 2009
at 10:36
Me ha encantado… Gracias…
By: Mefistófeles on 7 abril 2009
at 13:44
A mi también me ha encantado, es verdad deberías escribir más…
By: Africa Puente Cristo on 7 abril 2009
at 18:06
Gracias a todos, a Caberna, Milano, Mefistófeles y Africa. Es un orgullo para mí que, a quienes considero unos maestros hagan elogios a este humilde escribidor, un hombre » casi en la edad de los desguaces», como dice Gonzalo Hidalgo Bayal, en su relato-novela, entre kafkiano y becketiano «Paradoja del interventor», que estoy disfrutando estos días.
Un abrazo. Y enhorabuena por el Vicepresidente ceutí.
By: Santiago on 7 abril 2009
at 20:59
http://www.alpoma.net/tecob/?p=6008
By: Santiago on 5 octubre 2013
at 20:01